La Edad Media ha sido vista casi siempre como un período de gran oscuridad, decadencia y atraso. Si bien la historiografía más actual ha hecho verdaderos esfuerzos por imponer una visión menos negativa del Medievo, haciendo alusión a los avances y logros que tuvieron lugar, es innegable que durante este extenso período la violencia endémica, las hambrunas generalizadas y las enfermedades hicieron prácticamente inviable que la población de entonces gozara de una vida longeva.
Representación germana de la Danza de la muerteo Muerte macabra, un género literario y artístico muy popular durante el Medievo que trataba de forma satírica la universalidad de la muerte sin excepción.
Aunque no era diferente a otras épocas anteriores, durante la Edad Media la esperanza de vida era realmente corta y la muerte de los infantes era algo muy común. A las continuas guerras, que arrasaban campos, ciudades y núcleos poblacionales, se le sumaban tanto las malas cosechas como las enfermedades, siendo especialmente adversa la Peste Negra que asoló Europa durante el siglo XIV. La muerte, siempre presente sin diferenciar estamentos, inspiraría numerosas representaciones artísticas y obras literarias en donde, en algunos casos, se intuía el temor por las almas de los difuntos y una exacerbada preocupación por lo que se creía el “Más Allá”.
A pesar de que el cristianismo intentó extinguir algunas antiguas tradiciones paganas relacionadas con los rituales en torno a la muerte, cuando ello no fue posible las adquirió, siendo especialmente imperecederas en las zonas más rurales. Pero, ¿en qué consistían esas supersticiones y tradiciones, ya cristianizadas, que se mantuvieron durante la Edad Media y que estaban ligadas íntimamente con la muerte? ¿Evolucionaron? ¿Han llegado hasta la actualidad o han caído completamente en desuso?
Aunque no tenemos muchos detalles, cuando una persona moría, era práctica común que los familiares y amigos más directos del fallecido, iniciaran el tratamiento para preparar el cadáver. Según las posibilidades con las que se contaba, el cuerpo sin vida era lavado concienzudamente con agua o vino, siendo además algo común cerrar los ojos del cadáver, tapar sus fosas nasales y atar con un cordel o rosario los dedos gordos de pies y manos. Dado el miedo que se tenía a las ánimas en pena, la creencia pagana de que, realizando estas acciones, se imposibilitaría el regreso del alma del fallecido a su cuerpo terrenal fue tomando fuerza paulatinamente.
Posteriormente el cuerpo limpio del muerto era vestido con las prendas más ricas o mejor conservadas que el difunto tuviera en vida, siendo primordial el estatus que poseía el difunto antes de su muerte. En el caso de los fallecidos más poderosos, los cuerpos podían ser adornados con alguna joya valiosa que les hubiera pertenecido, mientras que aquellos con menos posibles y de un estamento inferior podían ser honrados con algún elemento decorativo que fuera identificativo de su persona. Una vez listo, el cuerpo era envuelto en un sudario o en un tejido lo suficientemente extenso como para cubrir al fallecido, siendo la tela cosida o unida con agujas para facilitar la ruptura de los lazos entre el cuerpo y el alma del difunto.
Preparado el cuerpo y siendo depositado en alguna estancia para ser velado, se anunciaba a la comunidad, a través del toque de campanas, que era el momento de asistir a la vigilia. Con una presencia cada vez mayor de sacerdotes e individuos vinculados a alguna orden religiosa, era de obligado cumplimiento hacer una visita al fallecido y a su familia, ya que la mentalidad medieval entendía que el muerto debía ser objeto de respeto. Los bailes alrededor del fallecido, los cantos no religiosos y los banquetes que tanta presencia tuvieron en el pasado empezaron a entenderse durante la Baja Edad Media como prácticas innecesarias que, con el tiempo, pasaron a estar prohibidas y penadas por la Iglesia. La vigilia se convirtió en una ceremonia en donde el dolor y los lloros fueron sustituidos por la dignidad, el silencio y las oraciones. Se creía que sólo así podría ayudarse al “tránsito” del difunto, que tal vez podía estar atrapado entre dos mundos.
Pasadas unas horas se ponía en marcha el cortejo fúnebre que acompañaría el difunto hasta el lugar en el que el cuerpo descansaría. Dicho cortejo estaba habitualmente formado por los familiares y amigos del difunto, pero dependiendo de la condición y posición del fallecido, podían unirse mendigos o vecinos de baja extracción social que pudieran atestiguar la generosidad que en vida tuvo el desaparecido. También era común la presencia de las llamadas plañideras que acompañaban durante el trayecto al difunto con sus lamentos, y si bien fue una figura que se intentó suprimir a través de férreas prohibiciones eclesiásticas, siguieron vigentes hasta mucho después. Por otra parte, durante la Baja Edad Media el séquito que acompañaría el cuerpo comenzó a estar compuesto por las personas que el propio muerto quería que estuvieran presentes, ya que se popularizó la costumbre de fuese el propio fallecido quien, como uno de sus últimos deseos, dispusiera cada una de las pautas a seguir durante todo momento después de su muerte.
Aunque en momentos de extremada gravedad, especialmente ante una epidemia, se prefería la cremación de los cuerpos de los afectados para eliminar el peligro del contagio, la práctica funeraria más habitual durante el Medievo fue la inhumación. Si bien durante mucho tiempo fue habitual enterrar los cadáveres extramuros de la ciudad o en las cercanías de una colina, comenzó a ser cada vez más común enterrar a los fallecidos cerca de un lugar sagrado, o directamente en el interior de alguna iglesia o capilla, en el caso de tratarse de alguien de la nobleza o con una posición económica privilegiada. Se pensaba que durante el Juicio Final las almas regresarían a sus cuerpos terrenales para ser juzgados por sus actos, por lo que era menester no incinerarlo y optar por enterrar el cuerpo en un lugar en donde el demonio y ninguna otra fuerza maligna pudieran apoderarse de él.
Sepulcro de Sancho I el Pacífico, rey de Mallorca (1274-1324), en la Catedral de San Juan Bautista en Perpiñán.
Durante la Alta Edad Media el cuerpo era colocado directamente en un foso excavado en la tierra junto a ofrendas y algunas pertenencias terrenales del difunto, pero durante la Baja Edad Media las tumbas, otrora sencillas y carentes de inscripciones, pasaron a adornarse con motivos religiosos y elementos más elaborados. Al mismo tiempo que se generalizaba el uso de ataúdes de madera y lápidas en donde se escribía el nombre del difunto, entre el estamento nobiliario y la realeza las tumbas fueron ganando en esplendor y riqueza, colocándose figuras yacientes sobre la lápida muy detalladas que simbolizaban la riqueza y predominancia social que tuvo el individuo en vida.
Como bien hemos comprobado el cambio de mentalidad favoreció en pleno Medievo que fueran modificándose algunos rituales funerarios muy antiguos, y aunque es cierto que se fueron adoptando otras, hay costumbres relacionadas con la muerte que en la actualidad se mantienen prácticamente intactas.
Vía| Ariès P. (2000). Historia de la muerte en Occidente: desde la Edad Media hasta nuestros días, Acantilado, Barcelona; Paxton, F. (1990). Christianizing Death. The Creation of a Ritual Process in Early Medieval Europe, Conrell University Press.
Imágenes| Danza Macabra, Sancho I
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